El Papa y Nicaragua: cuando la política se antepone a la fe
Las palabras pronunciadas ayer por el Papa en el Ángelus sobre la situación en Nicaragua -las primeras en 4 años de persecución- son gravemente inadecuadas y congruentes con la actitud que se tiene hacia todos los regímenes comunistas, no sólo los latinoamericanos. Pero el verdadero problema es doblegar la presencia y la intervención de la Iglesia a la lógica política.
“Sigo de cerca con preocupación y dolor la situación creada en Nicaragua que involucra a personas e instituciones. Quisiera expresar mi convicción y mi esperanza de que, a través de un diálogo abierto y sincero, aún se puedan encontrar las bases para una convivencia respetuosa y pacífica”. Finalmente, las tan esperadas e invocadas palabras del Papa Francisco sobre Nicaragua llegaron en el cierre del Ángelus del 21 de agosto, pero de una manera que deja sin respuesta los interrogantes que suscita el largo y bochornoso silencio sobre la terrible persecución que sufre la Iglesia en Nicaragua.
No solo no se menciona la reciente escalada dramática con el “secuestro” del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, y de los otros 8 sacerdotes y civiles que se encontraban con él en las oficinas de la diócesis, ocurrido el 19 de agosto por decisión del régimen de Ortega-Murillo. Ni siquiera se menciona el contexto, que es el de una feroz persecución contra la Iglesia, que se desarrolla al menos desde el año 2018. Con un balance que ayer resumió la web pro vaticano Il Sismografo: después del exilio al que se vio obligado en el 2019 el obispo auxiliar de Managua, Silvio Báez (que hablaremos más adelante), “han ocurrido otros hechos gravísimos: la expulsión del Nuncio Apostólico, Mons. Waldemar Stanislaw Sommertag, dejando al país centroamericano sin un representante papal; el cierre de las televisoras y radios católicas; la expulsión de las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta, que se refugiaron en la vecina Costa Rica; el encarcelamiento de sacerdotes y catequistas sin justa causa; la detención arbitraria de cientos de personas, muchas aún en la cárcel; así como la muerte de decenas y decenas de nicaragüenses durante las manifestaciones callejeras de los últimos cuatro años; y por último, durante dos semanas, la crisis en la que el obispo de Matagalpa y administrador apostólico de Estelí, Mons. Rolando José Álvarez Lagos, estuvo bajo arresto domiciliario en la curia tras días de asedio policial”.
En todo este tiempo ni una sola palabra del Papa, mientras que desde el Vaticano sólo se registró un comunicado para expresar “gran sorpresa y pesar” por la expulsión del nuncio apostólico que, además, se había distinguido por haber intentado mediar con Ortega. Mientras que son numerosas las declaraciones públicas de condena al régimen sandinista y de solidaridad con los católicos nicaragüenses, desde la ONU hasta la Organización de los Estados Americanos, hasta el CELAM (los obispos latinoamericanos).
Frente a todo esto, hablar -como hizo el Papa en el Ángelus- de una “situación que involucra a personas e instituciones” esperando “un diálogo abierto y sincero” para reencontrar “una convivencia respetuosa y pacífica” suena cuando menos inadecuado. Son palabras genéricas que a lo sumo se pueden utilizar en situaciones de guerra civil o en cualquier caso de conflicto entre dos partes que luchan entre sí; pero ¿qué tienen que ver con una situación de persecución en la que es un régimen feroz que aplasta la libertad y niega los derechos humanos de sus ciudadanos? ¿Y más aún cuando son los católicos los primeros perseguidos e impedidos de vivir su fe?
La impresión es que la intervención en el Ángelus fue algo forzada por lo precipitado de la situación (el mismo secretario general de la ONU intervino el 20 de agosto para condenar la persecución de la Iglesia), pero como no podían prescindir de ella optó por las palabras más inofensivas posibles hacia el régimen sandinista.
Es inevitable preguntarse por qué esta actitud que avergüenza a toda la Iglesia. Y en este sentido, no se puede dejar de señalar que el Papa tiene una fuerte simpatía por los regímenes comunistas, sobre todo los sudamericanos, lo que le lleva a justificar prácticamente todo y también a apoyarlos. En el caso de Nicaragua recordemos que en 2019 fue él quien hizo salir a Monseñor Báez por “invitación” de Ortega: le prometió a Báez un lugar en el Vaticano, pero en cambio lo dejó en Miami para cuidar a sus connacionales emigrantes.
En todo caso, esta simpatía también se manifestó por la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Maduro y la Cuba de Castro (sobre esta última fue él quien se pronunció recientemente). Y fuera de América Latina, es clamoroso el caso de la China Popular, que ya hemos tratado muchas veces, por no hablar de la forma de tratar con las distintas administraciones estadounidenses.
El verdadero problema, sin embargo, no es la simpatía o sintonía con las ideologías políticas de un signo o de otro, sino el hecho de que la política y no la fe se convierta en el criterio de intervención de la Santa Sede; que la modalidad de presencia de la Iglesia sea la alineación en una contienda mundana. Si la vara de medir se convierte en la conveniencia política, incluso eclesial, la Iglesia pierde su identidad y su capacidad de señalar el camino de la salvación, que en todo caso es la única tarea real que tiene. Y por eso, no debe sorprender entonces, el abandono de muchas comunidades católicas a sus verdugos, la intolerancia hacia las comunidades y personas que no temen el martirio para testimoniar su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, la indiferencia hacia los sacramentos (oportuno recordar la reciente historia de Nancy Pelosi en San Pietro).
Pedir una adecuada intervención sobre la situación de Nicaragua es más que legítimo, pero más importante es recordar la verdadera misión de la Iglesia, que se eleva por encima de los potentados de este mundo.