El negocio de la acogida no es subsidiariedad auténtica
Se suele decir que el sistema de acogida de migrantes en Europa cumple con el principio de subsidiariedad. Pero es un engaño: la sociedad que recibe a los inmigrantes ilegales y a los solicitantes de asilo depende del Estado central tanto para los recursos como para las normativas, por lo que es sólo ejecutora. Y vive de las ayudas que recibe del Estado… Hasta que éste quiera concedérselas.
Se suele decir que el sistema europeo de acogida de los solicitantes de asilo y los inmigrantes ilegales, procedentes principalmente de la costa de África, respondería al principio de subsidiariedad típico de la Doctrina Social de la Iglesia, aunque haya sido adoptado por otras realidades civiles y políticas. Basta decir que también entró en los tratados europeos e inspiró la reforma del Título V de la Constitución italiana. Sin embargo, en la migración que conocemos hoy en día en el viejo continente, algo del espíritu de este principio se ha perdido, desde su contexto interno original dentro de la Doctrina Social de la Iglesia a estos otros contextos.
También es el caso de su aplicación al campo de la acogida de inmigrantes que se está llevando a cabo en Italia. En estos días, las noticias dan cuenta de un aumento de la cuota diaria per cápita pagada por el gobierno italiano a los organismos y asociaciones que acogen a los inmigrantes en el país mediterráneo, tras la disminución decidida por el anterior ejecutivo. Como es bien sabido, el Estado recurre en este sector a la colaboración de numerosas asociaciones y cooperativas, también asociadas entre sí, en la gestión de los contratos gubernamentales y la recepción. Cáritas Italiana (el organismo caritativo de la Iglesia) también desempeña un papel importante en este ámbito, colaborando con las prefecturas, de acuerdo con las autoridades locales, y a menudo asociada temporalmente con organismos sociales de diversos orígenes ideológicos.
Sus partidarios afirman que, al no actuar el Estado directamente a través de su aparato administrativo, sino recurriendo a actores de la sociedad civil, aplica el principio subsidiario de “proximidad a la necesidad”. Dado que los inmigrantes tendrán que vivir en un determinado territorio y dentro de un determinado contexto social, es bueno que sean precisamente los sujetos que operan en ese contexto social los que pongan en marcha las iniciativas para la acogida. De esta manera -se dice- serán más selectivas, más efectivas y más humanas, en lugar de las intervenciones anónimas de la administración pública llevadas a cabo desde lejos y desde el exterior. Dado que el principio de subsidiariedad dice que hay que empezar desde abajo y ayudar a las realidades sociales de abajo a llevar a cabo su tarea, este esquema operacional lo aplicaría plenamente.
Sin embargo, parece que la verdad es diferente. El principio de subsidiariedad no consiste en una delegación del centro a la periferia, no prevé una dependencia de la periferia con respecto al centro en lo que se refiere a los recursos económicos, no considera que la periferia deba aplicar las leyes y normas decididas por el centro, no pretende que la periferia sea una cámara de compensación “desechable” según las necesidades del centro, ni siquiera prevé que todo se desarrolle dentro de una visión del bien común decidida por el centro e impuesta a la periferia.
En el sistema que se aplica actualmente, las realidades sociales que operan en el territorio dependen del Estado central tanto para los recursos como para las normativas, son por lo tanto ejecutoras de un mandato que va de arriba a abajo. Además, viven el tiempo que el Estado quiere que vivan: cuando ya no se disponga de recursos económicos o cambien las políticas de acogida, esas realidades se abandonarán sin dificultad ni perjuicio para el Estado, como apéndices que ya no sirven. Si además el Estado dispusiera de manga ancha para seleccionar a los solicitantes de asilo de entre los inmigrantes clandestinos y obligara a los agentes sociales a recibir también a los inmigrantes ilegales, los involucraría en una visión problemática y cuestionable del bien común.
Esta visión del principio de subsidiariedad es funcionalista, diseñada para permitir que el centro funcione de una manera más flexible, articulada y menos costosa desde muchos puntos de vista, no sólo económico. Es una estrategia para intentar que el aparato funcione mejor. Pero al final el panorama no cambia, siempre permanece centralista y vertical y no permite una verdadera asunción de responsabilidad por parte de las realidades sociales involucradas. Por el contrario, compromete sus vidas al obligarles a relacionarse estructuralmente con el poder político nacional y local, a apoyar a los partidos de gobierno que pretenden aumentar la cuota diaria per cápita, o a los que están en el poder en los municipios a garantizar la renovación de los convenios y a no tener que despedir a sus empleados o socios. Por lo tanto, incluso sobre el terreno, se está haciendo caso omiso del principio de subsidiariedad.
Las propias asociaciones y cooperativas, en esta relación institucional, olvidan su origen ideal y de abajo hacia arriba y, por lo tanto, se burocratizan, aceptan hacer alianzas espurias entre ellas para no perder el contrato, dejan de buscar financiación voluntaria y donaciones porque, total, existen las ayudas gubernamentales que cubren los gastos, y al final se compromete el verdadero sentido de la llamada “subjetividad de la sociedad civil”.
Por último, hay que tener en cuenta que, de este modo, lo que es el bien común, al que se dirige el principio de subsidiariedad, lo decide el Estado central y se aplica de manera uniforme en todo el territorio que controla, mientras que el bien común es un principio analógico y puede y debe aplicarse de manera diferente en las distintas realidades locales. ¿Pero cómo es posible hacerlo si las realidades sociales involucradas son sólo ejecutoras de órdenes y, además, bien pagadas?