El juego del calamar: Un tsunami de maldad, pero sin cura
Emitida en Netflix, “El juego del calamar” es una serie de televisión con ingredientes que llaman la atención. Quiere ser una denuncia de la sociedad capitalista, pero la violencia que se muestra es altísima y gratuita (hasta los niños y adolescentes la ven y ya se registran fenómenos de emulación). Además, el mal vence y abruma el poco bien que hay, dejando al espectador impactado. No se indica ninguna vía de salvación o esperanza.
Todo el mundo habla de ello, por lo que es justo hablar de ello en estas columnas. Se llama El juego del calamar y es una serie de televisión realizada en Corea del Sur que se emite en la plataforma Netflix y que está teniendo un enorme éxito planetario: 111 millones de visualizaciones tras sólo 28 días desde su estreno en la plataforma, lo que la convierte en la serie de televisión que más audiencia ha tenido en su debut. En octubre de 2021, ocupaba el primer puesto en 94 países. Y tengamos en cuenta que es una serie en coreano con subtítulos.
La serie es ganadora por varias razones (advertencia: los spoiler serán inevitables en este artículo). En primer lugar, el tema y el guión: hay una idea central muy simple y la trama es absolutamente lineal, por lo tanto muy “disfrutable”: 456 personas, todas ahogadas por las deudas, son invitadas a una isla para participar en seis desafíos letales. Quien llegue a la final podrá llevarse 33 millones de euros. Así, el mecanismo que cautiva al espectador es el siguiente: a medida que se desarrollan los retos, los jugadores son cada vez menos porque mueren en los distintos desafíos. En el último reto sólo se enfrentarán dos concursantes. Por cada jugador que muere el bote aumenta hasta llegar a los 33 millones de euros. Los juegos en los que tendrán que competir son juegos infantiles: el escondite inglés, tira y afloja, canicas, etc., incluido el juego del calamar, popular en Corea. Este desafío a muerte se lo inventa un multimillonario aburrido que invita a otros multimillonarios como espectadores para apostar. Los jugadores no están obligados a aceptar la invitación y, si la mayoría de los jugadores deciden poner fin a los desafíos, todos los jugadores pueden volver a sus casas.
El creador de la serie, Hwang Dong-hyuk, ha querido expresar una fuerte denuncia social: la sociedad capitalista aniquila a la persona. Se trata, por tanto, de una representación hiperbólica de ciertos fenómenos sociales contemporáneos: el arribismo y la ambición exasperada, la competencia que lleva a desear la muerte del competidor, el dinero como único dios y único objetivo en la vida, la homologación social, la aceptación de la ley de la selva en la que parece justo ver sucumbir al más débil para que el más fuerte pueda sobresalir, el control social (a cada competidor se le implanta un microchip sin que lo sepa y que sigue funcionando incluso cuando ha abandonado la isla: una evolución de nuestro “pasaporte Covid”) que lleva a las personas a hacer cosas que no quieren hacer (también sabemos algo de esto con la vacunación obligatoria), la inhumanidad del poder financiero cuando no está regulado, el cinismo de las relaciones interpersonales, el utilitarismo absoluto que llega a poner precio incluso a la vida humana y con ello la cosificación de la persona, etc.
Todos estos temas se reflejan, en primer lugar, en el vestuario, que es muy eficaz: el personal que organiza el juego lleva un mono rojo (una referencia a otra serie de éxito: La casa de papel) y, a continuación, una visera que recuerda a la utilizada por los esgrimistas con las figuras planas del cuadrado, el círculo y el triángulo impresas en ella, que recuerdan, entre otras cosas, a algunos personajes coreanos y que identifican los rangos jerárquicos entre los carceleros (siempre equipados con una ametralladora). Los jugadores, en cambio, llevan un chándal verde (que recuerda a la ropa deportiva coreana, los trainingbok, de moda en los años setenta) con un número, y sin nombre. Los significados son claros: la homologación social y el anonimato de la persona que se convierte en un mero número en la masa y puede ser aplastado por los más fuertes.
Los ambientes son deliberadamente surrealistas y alienantes: los colores son brillantes y primarios (recuerdan a los colores utilizados en las habitaciones de los niños o en las guarderías), las escaleras recuerdan a la arquitectura de Escher y los túneles que conectan las distintas habitaciones recuerdan a los hormigueros. Las propias literas recuerdan a los barracones de los campos de concentración nazis o estalinistas: todos, por cierto, duermen en la misma habitación.
La música es obsesiva o contrasta deliberadamente con el carácter de la escena. Y así, en referencia a esto último, tenemos el concierto para trompeta de Joseph Haydn como llamada de atención matutina, y el bello Danubio Azul de Johann Strauss para señalar a los concursantes el comienzo de una nueva partida. La encantadora Fly Me to the Moon se utiliza como música de fondo para describir la carnicería del primer juego. El contraste entre elementos opuestos es también central en la propia trama: juegos de niños inocentes son utilizados para matar gente, asesinatos perpetrados entre otras cosas en entornos de juego.
Por último, hay otros cuatro ingredientes que sin duda pesan en el éxito de este producto: el tono del guión, los textos, la actuación y la coherencia lógica. En cuanto al tono, es siempre tenso, paroxístico, y los momentos de relajación se utilizan en función de la reanudación del clímax narrativo. La tensión viene dada también y sobre todo por los ingeniosos giros. Los textos, pues, son áridos, cada frase es esencial para el desarrollo de la trama, no hay florituras. En cuanto a la coherencia lógica, todo es realista (dadas las premisas intencionadamente fantásticas) y no hay borrones, saltos lógicos ni incoherencias.
Todos estos ingredientes, percibidos consciente o inconscientemente por el espectador, captan sin duda su atención. Las escenas, el vestuario, la música, los textos, la actuación, la trama, etc., son ciertamente herramientas eficaces para el propósito fijado por el creador, es decir, están bien orientadas para hacer comprender al espectador que El juego del calamar es una metáfora de los tiempos modernos. Pero hay más de un “pero”.
La primera: el índice de violencia mostrado es muy alto. Añádanse un par de escenas fuertemente eróticas. Ambos aspectos son gratuitos. O mejor dicho, son intencionados porque generan audiencia, porque ambos apelan a algunos de nuestros instintos más bajos. La bestialidad del poder económico que aplasta al individuo podría haber sido bien representada incluso sin recurrir a docenas y docenas de escenas de fuertemente sangrientas. Se puede evocar la muerte sin tener que mostrarla necesariamente. Hay tantas escenas sangrientas de este tipo que uno puede llegar a pensar que el verdadero objetivo es mostrar secuencias crudas y sangrientas apoyadas por una trama convincente, de lo contrario hasta el más insípido de los adolescentes se aburriría después de un rato. Como nota al margen, pero muy importante: la serie también la ven niños y niñas y se empiezan a registrar actos de emulación. Se juega al Escondite inglés y el perdedor recibe una paliza.
Hay un segundo “pero” que tiene aún más peso. Al final, El juego del calamar es una larga película de denuncia, pero no indica cómo luchar contra el mal (este es un defecto de muchas películas y de gran parte de la producción artística del siglo XX). Hay un diagnóstico, pero no una terapia; hay un análisis de los problemas, pero no una solución. El espectador, por tanto, sale angustiado, aniquilado, deprimido, desconsolado, desesperado, alienado, angustiado y entumecido de tanto mal que al final vence todo y a todos. Ahí está el problema. En El juego del calamar es el mal el que gana: los malvados no son llevados ante la justicia –un detective lo intenta, pero acaba mal-, los participantes se ven obligados a cometer actos viles e inhumanos para sobrevivir, y al final incluso son asesinados; el único superviviente, un hombre de buen pero débil carácter, ha virado a peor, se ha vuelto salvaje, enfurecido, se encuentra vaciado de todo rastro de humanidad, y vive días alucinantes como vagabundo a pesar de ser millonario. Gana pero, en realidad, él también está derrotado, hasta el punto de que, al volver a casa, encuentra a su madre, que estaba enferma y necesitaba dinero para el tratamiento, muerta en la cama.
Es cierto que en la serie hay muchas pruebas de bondad: personas que se cuidan entre sí, que deciden jugar junto a los participantes menos capacitados, que incluso dan su vida por los demás (habiendo errado previamente al aceptar participar en este reto). Pero son sólo unas gotas de bondad en un mar de maldad, ampliamente desplegada tanto por los torturadores como por muchos de los protagonistas. La crítica del autor a la tortura de juego perpetrada por multimillonarios aburridos es aguda, sin guiños a los malos, pero es una crítica no tan fuerte e incisiva como el sentimiento de derrota que impregna cada fotograma (hay un germen de esperanza al final, pero es básicamente una flor en el desierto: un joven que intenta ayudar a un vagabundo). El juego del calamar es un poderoso tsunami de crueldad imparable y el espectador sólo puede sucumbir.
En conclusión, nuestro juicio es negativo porque en esta serie lo poco bueno que hay –algunos gestos caritativos y el objetivo de denuncia del creador- queda sumergido por el mal y sobre todo porque no se indica ningún camino de salvación, de resurrección. El mañana es tan sombrío y plomizo como el día de hoy, y no hay luz que lo ilumine.