“Doctrina del Descubrimiento”: No, las culturas no son todas iguales
El reciente documento vaticano que condena la “doctrina del descubrimiento” es, sin ninguna duda, problemático por sus consecuencias a la hora de juzgar la evangelización de los pueblos indígenas. Además, contradice el Magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre la relación entre Iglesia y cultura.
El pasado 30 de marzo se publicó un documento de dos dicasterios pontificios -el de Cultura/Educación y el de Desarrollo Humano Integral- sobre la violencia ejercida contra los pueblos indígenas a través de la expropiación de sus tierras, la eliminación de sus culturas y la negación de sus derechos.
El breve documento se centra sobre todo en la llamada “doctrina del descubrimiento”, según la cual la jurisprudencia del siglo XIX legitimaba la expropiación de las tierras habitadas por los pueblos indígenas por parte de la potencia que las descubría. Aun así, es inevitable que toque, directamente o no, todo el entramado de la evangelización de las nuevas tierras, especialmente las americanas, condenando las políticas coloniales y de asimilación y precisando que la “doctrina del descubrimiento” “no forma parte de la enseñanza de la Iglesia católica”.
Tocar un tema tan complejo en un solo punto y lanzar acusaciones sobre temas tan delicados, por veladas que sean, encierra el peligro de dejar fuera algo importante con la consiguiente acusación de parcialidad. Creo que éste es también el caso del documento en cuestión, entre otras cosas porque su intención parece ser predominantemente pastoral, dirigida a promover una actitud de la Iglesia marcada por la “escucha de los pueblos indígenas” y su acompañamiento, con el peligro de una implícita condena inapelable del pasado.
Entre los diversos aspectos del documento que necesitan aclaración, quisiera detenerme aquí en la idea de que todas las culturas son iguales y ninguna puede pretender ser superior a las demás. El documento expresa este concepto en palabras de Francisco: “La comunidad cristiana no podrá dejarse contagiar nunca más por la idea de que una cultura es superior a las demás”.
Juan Pablo II nos había enseñado, desde su discurso a la Unesco nada más ser elegido Papa, que las culturas son caminos diferentes que conducen a la naturaleza humana. Con ello dio un criterio natural -la naturaleza humana- para evaluar las culturas tanto en su totalidad como en aspectos individuales de las mismas. Así, puede haber culturas que no reflejen las exigencias de la naturaleza humana y que, en puntos individuales, se consideren atrasadas en comparación con otras que sí lo hacen. Es imposible, dada la situación de la humanidad caída, que una cultura refleje completamente todas las exigencias de la naturaleza humana hasta el punto de que pueda considerarse “superior” a otras en este aspecto. Pero también es posible que una cultura pueda aportar a las otras algo que no tienen, y que ello no deba ser calificado de “asimilacionismo” o colonialismo cultural. Esto debe admitirse precisamente para fundamentar adecuadamente el diálogo entre las culturas.
Juan Pablo II nos enseñó también que la cultura de una nación nace de la respuesta al problema principal, el problema de Dios. Esto significa que, a partir de la respuesta dada a este problema, las culturas difieren porque responden de forma más o menos adecuada a la naturaleza de Dios. Aunque esta perspectiva concede gran importancia a las religiones como matrices de la cultura, no considera que las culturas con una matriz religiosa sean todas iguales. Aquí, al criterio de la naturaleza humana se añade el de la respuesta al problema de Dios, que a su vez también influye en el anterior: en qué consiste la naturaleza humana depende de quién es Dios. Una cultura atea no puede ponerse al mismo nivel que una cultura teísta, y una cultura pagana al mismo nivel que una cultura que tiene como base una visión trascendente y personal de Dios.
La cuestión de las culturas es de gran importancia para su relación con el cristianismo. Si todas las culturas son iguales, entonces, como dice el documento que estamos examinando, simplemente hay que respetarlas. Desde esta perspectiva, hay que negar que la Iglesia católica sea también una cultura, hay que negar que esta cultura tenga una función de “purificación” de las culturas, y hay que negar que en las culturas primitivas haya elementos que purificar. Como tradicionalmente estos elementos guiaban la “inculturación” del cristianismo, hay que cambiar este concepto y transformarlo en una forma de acogida y acompañamiento.
Sin embargo, Ratzinger/Benedicto XVI afirmó repetidamente la Iglesia también posee una cultura y que el cristiano tiene que saber que, al entrar en la Iglesia, entra en una cultura, ya que el Cuerpo de Cristo en la historia no puede estar sin ella. También recordó que las culturas de los pueblos indígenas estaban llenas de creencias y prácticas que esclavizaban al hombre y que la tarea del cristianismo era “purificarlas” liberándolas de esos horrores. Por último, Benedicto XVI decía que inculturación no significa tomar las culturas indígenas tal como son y pensar encontrar en ellas nuevas perspectivas para revisar la fe cristiana.
Y es que precisamente la evangelización de las Américas [ver AQUÍ] demuestra que las culturas no son todas iguales. Hay una gran diferencia entre la evangelización de América Latina y la de América del Norte, una dirigida por el catolicismo y la otra por el protestantismo: “A diferencia de Francia e Inglaterra, a diferencia del colonizador norteamericano que no se preocupó por la evangelización de los indígenas sino que, por el contrario, los consideró seres inferiores y no dudó en exterminarlos, la misión evangelizadora de España, que prohibió el canibalismo, el incesto y la poligamia, y otros vicios arraigados en estas sociedades precolombinas, fue más misionera que conquistadora, más moral que mercantil, y más generosa que ambiciosa” (Daniel Passaniti).