Santa Catalina de Siena por Ermes Dovico
LA DECLARACIÓN DEL DDF

Dignitas infinita: un documento superficial con algunos errores graves

Ayer se publicó la nueva declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe dirigido por Fernández. Enfoque fundamentalmente correcto, pero descuidando el fundamento trascendente de la dignidad humana. La justicia social es la referencia central, en lugar del Decálogo. Y hace guiños al ecologismo y al homosexualismo.

Ecclesia 09_04_2024 Italiano English

Ayer se publicó la Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe (DDF) Dignitas infinita, sobre la dignidad de la persona humana. Un documento nacido tras nada menos que cinco borradores elaborados en los últimos cinco años.

El planteamiento de base, de carácter metafísico, es en principio correcto, pero dado el valor del documento, necesitaba una mayor profundización, por ejemplo tratando el concepto de “persona” en relación con las tres personas de la Santísima Trinidad -porque de aquí proviene en última instancia el valor intrínseco de cada persona- y subrayando después que este valor del hombre deriva secundariamente de la naturaleza particular de su forma actualizada, es decir, de su racionalidad (en el documento sólo hay una brevísima mención a este concepto). Es la cualidad de esta naturaleza la que hace al hombre intrínsecamente valioso y, por tanto, merecedor del nombre de “persona”, que es como una especie de título para indicar una dignidad altísima. Persona es, pues, nomen dignitatis. Tomás de Aquino se expresa al respecto de la siguiente manera: “Entre todas las demás sustancias, los individuos de naturaleza razonable tienen un nombre especial. Y este nombre es persona” (Summa Theologiae, I, q. 29, a. 1 c.). Aunque la estructura es correcta, no se puede decir lo mismo de los argumentos individuales articulados. Hay poca profundidad de análisis, un rasgo característico de todo el presente pontificado.

Junto a párrafos que pueden compartirse de esta Declaración, firmada por el Prefecto Víctor Fernández y aprobada por el Papa Francisco, hay otros ambiguos, algunos cuestionables y varios erróneos. En relación a los pasajes ambiguos -dejando de lado por razones de espacio la definición propuesta de “naturaleza humana”- nos detendremos en el punto nº 1 donde se afirma la primacía de la persona humana, tal y como se afirmó anteriormente en la Laudate Deum del Papa Francisco (nº 39). Esto es cierto en el plano natural, pero no en el sobrenatural. De hecho, la primacía pertenece siempre a Dios. En un documento que fundamenta acertadamente la dignidad humana en el hecho de haber sido creados a imagen de Dios, no hacer referencia a la primacía trascendente es una omisión significativa.

En cuanto a los pasajes cuestionables y de manera telegráfica: “Esta dignidad ontológica se lee en el documento, en su manifestación privilegiada a través de la libre acción humana, fue subrayada más tarde sobre todo por el humanismo cristiano del Renacimiento” (n. 13). El humanismo, incluso el humanismo cristiano valientemente definido, era antropocéntrico y no teocéntrico. Igualmente crítica es la siguiente afirmación casual: “Es evidente que la historia de la humanidad muestra un progreso en la comprensión de la dignidad y la libertad de las personas” (n. 32). Estamos seguros de que a muchos les parece evidente lo contrario.

También es cuestionable la lista propuesta de conductas o fenómenos contrarios a la dignidad de la persona, lista que tiende a fijarse en temas de justicia social: pobreza, guerra, migrantes, trata de personas, abuso sexual, violencia contra la mujer, feminicidio, aborto, gestación subrogada, eutanasia y suicidio asistido, rechazo a las personas con capacidades diferentes, teoría de género, cambio de sexo, violencia digital (en ese orden en el documento). Todas conductas o fenómenos ciertamente censurables, pero a pesar de asegurar que la lista no era exhaustiva (ver Presentación), brillan por su ausencia el divorcio, la anticoncepción, la inseminación artificial, la experimentación con embriones y el ecologismo, por ejemplo. Habría sido más fructífero partir del Decálogo para elaborar dicha lista.

Y ahora vamos a los errores, al menos a los que nos parecen más evidentes. El primero está en el título: Dignitas infinita. La dignidad de la persona humana no es infinita (cf. n. 1) porque su ser no es infinito. Sólo la dignidad de Dios es infinita porque su ser es infinito. Nuestra cualidad de criaturas comporta un valor intrínseco, limitado y finito, pero al mismo tiempo inconmensurable, es decir, inmenso y absoluto. Por lo tanto, no sujeto a condiciones, como se indica correctamente varias veces en el texto (Juan Pablo II, citado en el documento, había caído en el mismo error).

Segundo error: en el nº 28 se vuelve a citar Laudate Deum: “La vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas” (nº 67) Sin embargo, la Declaración repite no menos de quince veces y con mucha propiedad que la dignidad humana es tal más allá de toda circunstancia. Ahora, en cambio, la dignidad humana parece descender de las demás criaturas: ya no parece tener dignidad absoluta, sino una dignidad relativa en relación con las plantas y los animales. El clásico óbolo debido al ecologismo. Sobre el tercer error -la pena de muerte entra en conflicto con la dignidad humana (cf. n. 34)- sólo podemos remitirnos a otro artículo (hacer clic aquí) y a otros anteriores (hacer clic aquí y aquí).

Detengámonos finalmente en el párrafo dedicado a la teoría de género. Esta teoría incluye, entre otros aspectos, un juicio positivo sobre la homosexualidad y la transexualidad. A este segundo aspecto, la Declaración dedica un párrafo especial que adopta un enfoque crítico correcto. Así, era de esperar que el apartado “Teoría de género” tratara de la homosexualidad. Así es en la parte inicial del mismo, pero luego las reflexiones que articula parecen más propias del transexualismo, y sólo vagamente relacionadas con la homosexualidad. Dicho esto, es evidente que falta una condena explícita y razonada de la homosexualidad, refugiándose en vagas referencias a la diferencia sexual entre hombres y mujeres. Algo que no es de extrañar tras la publicación de Fiducia supplicans que bendice la homosexualidad.

Hablamos de la parte inicial del apartado “Teoría de género”, dedicada a la homosexualidad. En él, se cita correctamente el Catecismo de la Iglesia Católica cuando afirma que la persona homosexual debe ser acogida (cf. nº 2358), pero no se cita lo mismo cuando censura tanto la homosexualidad como la conducta homosexual. No sólo eso, sino que inmediatamente después de esta cita, la Declaración continúa así: “Por esta razón, debe denunciarse como contrario a la dignidad humana que en algunos lugares no pocas personas sean encarceladas, torturadas e incluso privadas del bien de la vida únicamente a causa de su orientación sexual” (nº 55). Parece que la aceptación de las personas homosexuales implica la exclusión de la prohibición legal de la conducta homosexual. Sancionar la conducta homosexual sería entonces un malum in se. He aquí, pues, la cuestión de fondo: ¿es moralmente lícito sancionar la conducta homosexual? Una respuesta que sabemos que escuece a muchos: sí, pero no siempre. Vamos por orden. ¿Cuál es el criterio al que hay que referirse para decidir cuándo es correcto sancionar una determinada conducta? El bien común. En el caso de las prohibiciones, deben prohibirse las conductas gravemente perjudiciales para el bien común. La conducta homosexual es potencialmente perjudicial para el bien común por varias razones.

En primer lugar, porque la homosexualidad contradice en lo más profundo de sus raíces la naturaleza humana, y por tanto la dignidad humana. Es un desorden violento de la persona que no puede sino repercutir externamente cuando se convierte en conducta, en relación, reverberando negativamente en ese ordo social cuya protección es la primera tarea del gobernante. La práctica de la homosexualidad conduce a la corrupción del pensamiento y de las costumbres, por ejemplo en el ámbito de la conducta sexual, incluso entre heterosexuales, en la educación cuando se enseña la afectividad, etc. Pensemos entonces en los efectos negativos que hemos tenido que registrar en el ámbito familiar donde se han legitimado las uniones civiles o los “matrimonios” homosexuales, incluyendo sobre todo la llamada homogeneización. Pensemos también en el ámbito procreativo, donde la homosexualidad ha fomentado prácticas como la fecundación heteróloga, el útero de alquiler y ha fomentado una cultura anti-vida, porque la homosexualidad es por su estructura íntima una condición infértil.

Por lo tanto, en abstracto, la conducta homosexual se puede prohibir legalmente, pero en la práctica hay que asegurarse de que la prohibición sea efectiva, es decir, que prometa más beneficios que perjuicios al bien común. De lo contrario, es mejor tolerar y no prohibir. Conviene, pues, hacer mil distinciones: en algunas culturas, como la africana, la homosexualidad está prohibida porque socialmente ya es profundamente repudiada, sobre todo porque para la cultura africana la descendencia lo es todo y una relación que por su propia naturaleza es infértil se percibe como un insulto muy grave a los valores compartidos. La homosexualidad en esos contextos ya se rechaza radicalmente, y no prohibirla significaría incentivarla y promover así procesos sociales altamente desestabilizadores (en una línea similar, Pío XI pedía a los gobernantes en Casti connubii que castigaran las uniones libres – “turpi connubii” en el texto- que, entre otras cosas, representan una especie moral menos grave que las relaciones homosexuales).

Ni que decir tiene que el tipo de sanción y el quantum del castigo deben ser proporcionales, entre otros aspectos a tener en cuenta, a la naturaleza del mal cometido y, por tanto, como recuerda la propia Declaración, deben excluirse la pena de muerte y la tortura, también porque esta última es una acción intrínsecamente mala.

Por otra parte, por las mismas razones, parece aconsejable no prohibirla en Occidente -también porque es realistamente imposible decidir lo contrario-, precisamente porque la sociedad acepta esta condición con absoluta benevolencia. La medicina sería peor que el mal que hay que curar. Por lo tanto, en primer lugar es necesario intervenir en el ámbito cultural y, mientras tanto, tolerar el fenómeno, no prohibirlo y, desde luego, no legitimarlo.