Diálogo prohibido con el Maligno
Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. (Lc 4, 41)
Al salir Jesús de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le rogaron por ella. Él, inclinándose sobre ella, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose enseguida, se puso a servirles. Al ponerse el sol, todos cuantos tenían enfermos con diversas dolencias se los llevaban, y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los iba curando. De muchos de ellos salían también demonios, que gritaban y decían: «Tú eres el Hijo de Dios». Los increpaba y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Mesías. Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar desierto. La gente lo andaba buscando y, llegando donde estaba, intentaban retenerlo para que no se separara de ellos. Pero él les dijo: «Es necesario que proclame el reino de Dios también a las otras ciudades, pues para esto he sido enviado». Y predicaba en las sinagogas de Judea. (Lc 4, 38-44)
Jesús no quiere que el testimonio sobre su identidad lo den los ángeles caídos. Los ángeles, de hecho, son embajadores que nada tienen que añadir ni quitar al mensaje que les ha sido encomendado. Los malos ángeles, es decir los demonios, en cambio son embaucadores, y si dicen la verdad, lo hacen con el objetivo de confundir las ideas. Tomémonos el compromiso serio de no dialogar nunca con Satanás cuando se presente de manera extraordinaria. Obviamente, no debemos hacerlo tampoco cuando se presenta bajo la forma de las tentaciones ordinarias, para no caer en el pecado.