Como una junta militar sudamericana
La purga del cardenal Becciu es otra más de las que se está llevando a cabo en este pontificado en las altas esferas de la Santa Sede. Purgas dignas de las juntas militares sudamericanas, que evitan averiguar la verdad y salvan sólo al equipo ganador.
¿Culpable o inocente? Quizás nunca lo sepamos, pero ciertamente el cardenal Angelo Becciu ya había caído en desgracia a los ojos del Papa desde hace tiempo; y así, como ha sido costumbre en este pontificado, su cabeza ha rodado (hablando metafóricamente). La lista de figuras líderes en el Vaticano a las que se les purga, retira o priva de sus poderes ya es larga: el cardenal Müller, el cardenal Burke, el cardenal Comastri, el arzobispo Georg Gänswein… Sólo por mencionar los casos más famosos. Y ahora Becciu.
Las razones de estas decisiones nunca son claras, nunca se explican, parecen métodos de junta militar sudamericana. Hay que conformarse con los rumores, con la paciente recopilación de pistas recogidas a lo largo del tiempo, con la reconstrucción de ciertos hechos que han puesto a la víctima designada en una mala situación a los ojos del Papa. O, como en este caso, de dossieres que son amablemente filtrados a la prensa “amiga” para que salgan en los quioscos al mismo tiempo que se notifica la decisión del Papa. En el caso de Becciu, por lo tanto, la gota que ha colmado el vaso sería el uso de los recursos del Vaticano para ayudas familiares y territoriales. Pero su figura ya estaba en caída libre por el lío de la compra del famoso inmueble de Londres, sin mencionar que el ala alemana de la Orden de Malta también ha descorchado el champán para celebrar su caída. El Papa debía estar convencido –o le han convencido- de la corrupción de Becciu y no se lo ha pensado dos veces.
En realidad, la historia del inmueble de Londres parece ser el pretexto para una guerra interna que tiene poco que ver con la necesidad de transparencia y corrección en la gestión económica. Hace unos meses, durante el momento del tira y afloja público entre el secretario de estado del Vaticano, el cardenal Pietro Parolin, y el cardenal Becciu, ya advertimos en la Brújula Cotidiana de una “guerra de bandas” en la cumbre del Vaticano, con otros probables desarrollos. Fue una profecía fácil. El expediente sobre los intereses privados de Becciu en sus conductas como cargo público es ciertamente uno de estos desarrollos.
Es precisamente este último caso el que pone de relieve una característica inquietante de las decisiones de gobierno del Papa Francisco. Hay una ejecución pública de la sentencia sin un juicio previo. Con estas medidas, el cardenal Becciu ha sido calificado de hecho como un “corrupto”, pero sin haber sido nunca acusado formalmente por un juez ni reconocido como tal por ningún tribunal. En el caso del inmueble de Londres, todavía no está claro de qué delito se habla ni tampoco si realmente hubo un delito; y en cuanto a los fondos destinados a actividades familiares no sabemos cuál es la justificación del acusado.
Hay quien puede argumentar que no importa, porque mientras tanto se está haciendo limpieza de los corruptos sin esperar a los tiempos eternos de la Poder Judicial. Pero ser un justiciero es exactamente lo contrario de la justicia. Y las decisiones drásticas contra algunos presuntos corruptos no son compatibles con la protección, defensa a cualquier precio y promoción de otros que también son objeto de fuertes acusaciones –véase el cardenal Maradiaga- o que son ciertamente responsables de tremendas deficiencias –como en el caso del arzobispo Paglia-. Además, las decisiones tomadas por instinto sobre la base de expedientes preparados “amablemente” –incluso por los jueces- sin una cuidadosa verificación y sin escuchar a la defensa, hace temer la extrema facilidad con la que el Papa se deja influir por los dossieres que nunca antes habían estado tan de moda en el Vaticano.
Sin embargo, las sentencias sin juicio impiden que salga a la luz toda la verdad sobre las situaciones delictivas o presuntamente delictivas. En el asunto de Londres, por ejemplo, si el cardenal Becciu ha tenido sus responsabilidades, ciertamente no ha sido el único, y el papel de toda la actual alta dirección de la Secretaría de Estado debería aclararse. Algo que es poco probable que ocurra.
Es el mismo modus operandi que se siguió en el caso del ahora ex cardenal Theodore McCarrick, acusado de haber abusado de docenas y docenas de seminaristas. Apenas hay dudas sobre su culpabilidad, pero su reducción al estado laical fue una Decisión oficial inapelable del Papa sin una investigación cuidadosa y un juicio justo. De esta manera, no sólo se niega un derecho que le corresponde a cualquier acusado –excepto en los regímenes dictatoriales y totalitarios -, sino que se impide el reconocimiento y la persecución de todos sus cómplices influyentes, que son los que le permitieron hacer carrera e incluso convertirse en un enviado especial durante los primeros años de este pontificado.
Hace un año el Vaticano prometió un informe completo sobre el asunto de McCarrick: se suponía que iba a ser publicado en unos meses, pero aún no se sabe nada de ese informe. Sin embargo, aunque se publicara no podría sustituir a un juicio justo, porque no lo habrá. Sólo la versión del Jefe pasará.
Y los fieles católicos, consternados, tendrán que seguir sufriendo este triste espectáculo de emboscadas, operaciones temerarias y purgas por parte de pastores que deberían preocuparse sobre todo y en primer lugar por la salvación del rebaño que se les ha confiado.