Bendecir sin convertir: el modelo es Amoris Laetitia
Fiducia supplicans sólo corona la llamada “via caritatis”, que se engaña a sí misma creyendo que salva al pecador excusando el pecado. Un método vigente desde hace años que oculta un viejo error ya denunciado por Pascal.
La oposición a la Declaración del 18 de diciembre sigue creciendo. África es ahora una “zona de exclusión aérea” para Fiducia Supplicans (FS), mientras que otras conferencias episcopales, obispos individuales y comunidades religiosas y sacerdotales unen sus voces de disidencia: Hungría, Polonia, Ucrania, Perú, Brasil... En su mayoría, los obispos intentan defenderse mostrando la evidente confusión creada por el documento, a pesar de la pretensión de claridad del cardenal Fernández. Se ha publicado además un análisis más completo y adecuado del documento realizado en el corazón de Europa, de la mano del de obispo de Bayona, Lescar y Oloron, Marc Aillet, que ha demostrado que el documento no consigue resolver tres cuestiones básicas: la bendición, aunque no sea propiamente litúrgica, sigue siendo un sacramental; persiste el problema de la bendición de una “pareja”; la pastoral acaba entrando en conflicto con la doctrina que, en palabras, no se pretendía cambiar. En cualquier caso, no cabe duda de que el FS es un acto de división flagrante de la unidad entre los católicos, incluida una parte importante de los pastores.
La bendición de las parejas “irregulares” y de los convivientes homosexuales constituye la coronación del planteamiento de gran parte de la teología moral, desde hace ya varias décadas, así como la trama no tan oculta de Amoris Lætitia (AL). FS, bien mirado, no es más que una extensión de lo que AL, en la interpretación “auténtica” dada por el Papa en su carta a los obispos de Buenos Aires (¿a quién podría ser si no?), ya permitía: el acceso a la vida sacramental de las parejas que conviven more uxorio. En la base del permiso estaba lo que el Papa Francisco bautizó como la “via caritatis” (cf. AL 306), en realidad nada más que una especie de “plan B” a implementar “frente a quienes tienen dificultades para vivir plenamente la ley divina”. Es la vía de las “posibles maneras de responder a Dios” (AL 305), del arcaico y devastador “bien posible” (AL 308).
Pero, ¿qué es realmente esta “via caritatis”? No es más que la vieja, gastada y rancia moral jesuita (del jesuitismo decadente) que nauseaba a Blaise Pascal y que aquella mente brillante, en la sexta de las dieciocho “Cartas Provinciales”, había resumido tan eficazmente: “ya no se peca, mientras que antes se pecaba: iam non peccant, licet ante peccaverint”. Un nuevo (mediocre) “milagro” que no convierte al pecador, sino al pecado, y que implica una concepción de la ley de Dios como un rígido obstáculo que hay que evitar, una pesada carga que hay que aligerar, un trago amargo que hay que endulzar.
En resumen, el buen Dios ha sido benévolo con nosotros, pero nosotros, más misericordiosos que Él, nos ocupamos de solucionar este “defecto” de su ley.
“Nada escapa a nuestra previsión”, exclamaba el interlocutor jesuita de la carta, convencido de que este ablandamiento gradual de la moral era necesario a causa de la corrupción generalizada de “los hombres de hoy” (¡una categoría atemporal que es perfecta para justificar cualquier subversión!), que, “puesto que no podemos hacerlos venir con nosotros, debemos ser nosotros quienes salgamos a su encuentro; de lo contrario, nos abandonarían; peor aún, se dejarían ir por completo”. El pastor previsor, bueno y misericordioso es más concreto y eficaz que esa gracia divina que, después de todo, no siempre se revela tan dispuesta a acudir en ayuda del hombre. Y así, “sin ofender por ello a la verdad”, se afanaba en subrayar el jesuita de la carta, hay que encontrar un camino más suave y menos áspero que el emprendido por los amantes de la integridad de la ley. “El proyecto fundamental de nuestra Compañía [de la Compañía de Jesús, ed.] para el bien de la religión es no rechazar a nadie para no desesperar”, concluía alegremente el jesuita.
“Nada escapa a nuestra misericordia”, replica hoy el Papa Francisco. En la Iglesia tiene que haber sitio para “todos, todos, todos”; el “hombre de hoy” está desbordado por circunstancias que constituyen atenuantes de la responsabilidad personal como “la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales” (AL 302). Tan atenuantes que vacían el mandato divino de su significado concreto. Ay del Pastor, insiste Francisco, que se siente “satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones ‘irregulares’, como si fueran piedras lanzadas contra la vida de las personas” (AL 305), convirtiéndose así en la causa del alejamiento de la gente y de su desesperación. FS bendice -literalmente- este planteamiento y lo sanciona universalmente, a través del acto sacerdotal más sencillo y extendido. El cual, a pesar del tranquilizador estribillo de que no se cambia de doctrina –“¡sin ofender por ello a la verdad!”- realiza plásticamente la gran máxima denunciada por Pascal: “Ya no se peca, mientras que antes se pecaba”. Precisamente porque hoy se bendice lo que antes no se podía bendecir.
Porque, hay que decirlo, a pesar del intento del Papa Francisco de poner a Pascal de su lado con la Carta Apostólica del año pasado, la crítica del genio francés va directa al corazón de este pontificado. Que reinterpreta a su manera la justificación del pecador: de “hacer justo al pecador”, por obra de la gracia divina, a justificarlo, disolviendo su imputabilidad. Para la teología católica, la gracia hace justo porque sana profundamente, devuelve el vigor para la penitencia, alimenta las virtudes; para la nueva moral en acción, se trata de dejar al pecador en el fango, engañándole para cubrir el mal real con un bien posible, tranquilizando con una hermosa bendición, o incluso con la admisión a la vida sacramental, cuando en realidad lo que necesita la conciencia es que la “sacudan”.
Se “justifica” al pecador gracias al cambio de palabras, a la búsqueda de excusas interminables, a sofismas que no tienen otro fin que suavizar una supuesta rigidez de la ley. Una brusca inversión de cómo la fe cristiana, enraizada en la Antigua Alianza, ha entendido y vivido siempre la ley de Dios: un yugo que libera, una carga que levanta, un alimento amargo que cura. La Regla de San Benito, que forjó la cristiandad latina, expresaba con profunda sabiduría la dinámica de la ley de Dios que guía a la salvación: “Si (...) se introduce algo un poco más riguroso (paululum restrictius), no te dejes embargar inmediatamente por el temor y no te desvíes del camino de la salvación, un camino que no puede sino ser estrecho al principio. Si prosigues (...) tu corazón se ensanchará, y correrás por la senda de los mandamientos de Dios con inefable dulzura de amor” (RB, Prólogo, 47-49).
Porque cuando uno persevera en suplicar al Señor que venga en nuestra ayuda, para que le amemos cumpliendo sus mandamientos, viene la gracia, entra en los estrechos recovecos de nuestro corazón encogido y lo sana, hasta que se ensancha desmesuradamente. Y así, verdaderamente, “ya no se peca, mientras que antes se pecaba”, porque el hombre está curado. Son la via veritatis y la via orationis et pœnitentiæ las que conducen a la auténtica via caritatis; no los ajustes jesuíticos postizos, mediocres y presuntuosos.
El hombre no necesita estos artificios, sino los mandatos de Dios y de su gracia. Pues sólo de ellos afirma la Escritura: “La ley del Señor es perfecta, refresca el alma (...). Los mandatos del Señor son justos, alegran el corazón; los mandatos del Señor son claros, iluminan los ojos” (Sal 19,8-9).
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