Amar a Dios para amar mejor todo lo demás
Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío (Lc 14,33)
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
(San Lucas 14,25-33)
El Señor no nos pide que no amemos a nuestra familia o los bienes que poseemos, sino que nos invita a no dejar que estos se conviertan en un obstáculo para cumplir Su voluntad. De hecho, cuando en el corazón humano el amor por las personas o las cosas ocupa el lugar central que solo le corresponde a Dios, corremos el riesgo de dejar de estar en sintonía con Él. Por eso pedimos al Espíritu Santo que nos conceda la gracia de poner a Dios en primer lugar, para que, a través de este amor prioritario, podamos amar de manera más pura y auténtica también al prójimo y a nosotros mismos.