Draghi y Gentiloni: ideólogos europeos con retórica antiamericana
Reconocen la marginación del Viejo Continente, pero sus soluciones repiten obstinadamente el “pecado original” en el que se basa la UE: el eterno complejo de inferioridad y el deseo de venganza contra Estados Unidos. Pero la realidad es que, si Europa es débil, no es culpa de Trump.

En el mundo político y mediático italiano impera desde hace algún tiempo con especial insistencia una figura muy singular: el europeísta falsamente autocrítico. Una figura que, en los últimos días, ha cobrado especial relevancia en dos personajes de gran importancia que ostentan importantes cargos de poder a sus espaldas tanto en el ámbito nacional como en el de la Unión Europea: Mario Draghi, exgobernador del Banco Central Europeo y ex presidente del Consejo, y Paolo Gentiloni, también ex primer ministro y ex comisario europeo.
Tanto el primero como el segundo, en recientes intervenciones públicas (en el discurso pronunciado en el Encuentro de Rimini y en un editorial en Repubblica respectivamente) han tomado nota de una realidad que está a la vista de todos: la creciente marginación de Europa en la política internacional. Pero las conclusiones que sacan de esta constatación resultan incoherentes.
La subordinación europea es evidente desde hace décadas: desde que la era de la globalización desembocó en un equilibrio mundial multipolar entre grandes “bloques” económicos y políticos, frente a los cuales el viejo continente, a pesar de la enorme dosis de retórica autocomplaciente que difundían sus clases dirigentes para ensalzar el proyecto de Unión iniciado con el Tratado de Maastricht en 1992, parecía cada vez más el clásico jarrón de barro entre los de hierro, según la memoria manzoniana.
Pero esta subordinación se ha impuesto también a los defensores más acérrimos de los “magníficos y progresivos destinos” de la construcción comunitaria en los últimos meses, a partir de la victoria electoral de Donald Trump y del disruptivo inicio de su segundo mandato en la Casa Blanca. El enfoque decidido con el que Trump ha emprendido el proceso de paz para intentar detener el conflicto ruso-ucraniano, negociando directamente con Putin y pasando por alto todas las pretensiones y perplejidades de los aliados europeos; la ofensiva de los aranceles, incluso contra los propios europeos, que ha llevado a un acuerdo arancelario considerado por muchos observadores del viejo continente como una capitulación ante un acto de fuerza; la imposición a los miembros europeos de la OTAN de un compromiso de alcanzar el 5 % de su PIB en gastos militares en la Alianza, dejando de lado cualquier ambición de un fantástico ejército futuro de la Unión: todo esto ha puesto los nervios de punta a todos los “eurolíricos” y ha echado por tierra todos sus recursos retóricos.
No es ningún misterio que las democracias europeas han estado siempre subordinadas a Washington desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La intervención estadounidense en el conflicto y posteriormente su compromiso militar, político y económico durante las décadas de la Guerra Fría permitieron salvar el patrimonio de libertad de la historia europea, reconstruir sus instituciones defendiéndolas del comunismo soviético, crear las condiciones para el auge económico que convirtió a los países de Europa occidental en los más ricos del mundo, y también construir instituciones comunitarias, promovidas por líderes ilustrados como De Gasperi, Adenauer y Schuman.
La ambición que tuvieron las clases políticas del continente a partir de los años ochenta del siglo pasado de que la Comunidad Europea diera un salto cualitativo y se transformase en una estructura política en todos los sentidos se basaba en la relación indisoluble de asociación entre las dos orillas del Atlántico. Pero, en el período del declive y el fin de la Guerra Fría, fue malinterpretada por algunos componentes de esas clases dirigentes —sobre todo de la izquierda “huérfana” del modelo soviético— como la construcción de una “tercera fuerza” y una “tercera vía” entre el modelo de las democracias de mercado occidentales y el del colectivismo marxista-leninista, y luego de una potencia propia independiente de Washington.
Esta fue la hybris, este fue el “pecado original” en el que se basó el proyecto de la UE: una aspiración exagerada, alimentada por un sentimiento “revanchista” hacia los Estados Unidos, derivado de la frustración y el complejo de inferioridad acumulado desde que la civilización que durante siglos había sido casi dueña del mundo entero había sido superada por el pueblo de ultramar que había surgido de ella. Y que se fortalecía con el mito de una supuesta superioridad del modelo económico “mixto” keynesiano, basado en una alta presión fiscal, el bienestar universal y una amplia intervención estatal, frente al capitalismo “desregulado” estadounidense. Basándose en esa ambición y en ese mito, la UE (también a través de la etapa decisiva de la unión monetaria) no solo ha construido en los últimos treinta años un conglomerado capaz de convertirse en la “locomotora” de la economía globalizada exaltando las libertades individuales, sino un edificio institucional jerárquico confiado a élites inapelables y con pretensiones tecnocráticas, en el que la soberanía de los pueblos y la democracia han quedado relegadas a un segundo plano; y una economía asfixiada por la hiperregulación, la burocracia del “superestado” y los vetos corporativos recíprocos.
Mientras las economías asiáticas catalizaban la producción industrial y la invadían con sus exportaciones, y mientras Estados Unidos mantenía su competitividad gracias a los enormes avances de las Big Tech, Europa se reducía, para sobrevivir, a una “China de reserva”, con producciones orientadas a la exportación y salarios bajos. Abrió las puertas a una inmigración descontrolada que en poco tiempo minó su cohesión cultural y social, exacerbaron los conflictos y pusieron en peligro las democracias que la componen. Disminuyó su lealtad a la causa occidental vinculándose sin escrúpulos a China, Rusia y países islámicos, incluso extremistas, con tal de hacer negocios.
La “llamada al orden” por parte de Estados Unidos, iniciada bajo la presidencia de Biden con el boicot a la “Ruta de la Seda” china y luego con el inicio de la guerra ruso-ucraniana, no ha sido el resultado de un destino “cínico y tramposo”, sino la consecuencia lógica de una política relativista, sin brújula, destinada inevitablemente a chocar contra la realidad de los nuevos equilibrios del mundo post global.
Pero las élites del viejo continente en su mayor parte parece que no han comprendido la lección que les ha impartido la historia reciente, y siguen animadas por pretensiones infundadas, alimentadas por las mencionadas frustraciones de una potencia en declive, e impulsadas por una hostilidad inmotivada hacia los Estados Unidos, que hoy se centra principalmente en Trump, pintado como “el malo” sin más, y considerado el principal responsable de los males europeos. Esto queda demostrado, entre otras cosas, por el hecho de que los “falsos autocríticos” como Draghi o Gentiloni (y un sinfín de comentaristas de la misma tendencia) proponen “soluciones” a las dificultades actuales que, en realidad, son una continuación de los mismos errores obstinados que las han provocado.
Draghi propone una mayor centralización de los recursos fiscales, más deuda y gasto comunes, cuando lo que los países europeos necesitan es menos impuestos, más libertad y más incidencia de la voluntad popular a nivel nacional y supranacional. Gentiloni sugiere menos “adulación” en política exterior hacia los Estados Unidos, cuando la historia de las últimas décadas demuestra que Europa solo encontrará un papel sólido en un mundo tan dividido y agitado aceptando una perspectiva de integración transatlántica y occidental.
En definitiva, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Las clases dirigentes europeas, con el complejo de los “hermanos mayores” de Washington, siguen explicando los problemas del continente con fórmulas autoabsolutorias similares a las que muchos han aplicado obstinadamente para explicar los fracasos de los regímenes comunistas: fracasaron porque no fueron lo suficientemente comunistas. Pero si Europa ha fracasado no es porque no haya sido lo suficientemente “autónoma” o antiamericana, sino porque no ha sido lo suficientemente occidental.