Jueves Santo por Ermes Dovico
Redemptoris Custos/9

San José, maestro de contemplativos

En el marido de María no había tensión entre la vida activa y la contemplativa, pues ambas eran expresiones de amor. El ejemplo de su esposa y la presencia diaria de Jesús le ayudaron a alcanzar las alturas de la contemplación. Y por eso los santos exhortan a los fieles a tomar a san José como maestro de su propia vida interior. 

Ecclesia 19_08_2021 Italiano English

“Dame la gracia de amar a Jesús y a María como ellos desean ser amados. San José, reza por mí. Enséñame a rezar”. Las palabras de santa Bernadette nos sugieren que uno de los mayores favores, si no el mayor, que podemos pedir a san José es que sea el maestro de nuestra vida interior. Son innumerables los santos que, antes y después de la humilde vidente de Lourdes, han transmitido esta verdad sobre el Custodio del Redentor. Ya la gran reformadora de la Orden Carmelita, santa Teresa de Ávila, famosa por sus éxtasis y sus enseñanzas sobre la oración, explicaba la necesidad de encomendarse a san José y de aumentar la devoción a él de esta manera: “Las personas que asisten a la oración deben amarlo especialmente, pues no sé cómo se puede pensar en la Reina de los Ángeles en el momento en que sufrió con el niño Jesús, sin agradecerle a san José haberles sido de gran ayuda. Quien no encuentre un maestro que le enseñe a rezar, que tome a este glorioso santo como guía y no se extraviará”.

A la luz de estas premisas, es evidente que sería un error considerar a san José sólo como un trabajador, relegando su vocación exclusivamente a la vida activa. Todo lo contrario, el padre de Jesús alcanzó -en un grado tan elevado que sólo fue superado por María- las alturas de la contemplación. Esto es evidente si nos detenemos un momento a pensar en la realidad de la Sagrada Familia.

La encarnación del Verbo, asumiendo así Dios la condición humana, es el camino que el Eterno ha elegido para la santificación de la humanidad. Los Evangelios describen algunos de los innumerables frutos producidos por la presencia de Jesús (desde la exultación de Juan el Bautista en el vientre de su madre hasta las curaciones físicas y espirituales) y especialmente a los que creyeron en él. San José, además de la gracia de la santa compañía de María, disfrutó de la presencia de Jesús en su casa. Lo crió, lo alimentó, lo protegió, lo abrazó, lo besó, lo introdujo en la vida social y en los rituales judíos, experimentando cada vez la obediencia y la gratitud de ese Hijo divino. San Juan Pablo II escribe:

Puesto que el amor «paterno» de José no podía dejar de influir en el amor «filial» de Jesús y, viceversa, el amor «filial» de Jesús no podía dejar de influir en el amor «paterno» de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas más sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior. (Redemptoris Custos, 27).

La contemplación, como enseña santo Tomás de Aquino, es esencialmente un asunto del intelecto, pero tiene su principio y su fin en el amor. Y la experiencia de la cosa amada, explica el Doctor Angelicus, “excita el amor. De ahí que Gregorio diga que al ver a quien se ama, se inflama más de amor por él. Y ésta es la última perfección de la vida contemplativa: que no sólo se vea la verdad, sino que se ame” (Summa Theologiae, II-II, q. 180, a.7 ad 1). Incluso los más grandes místicos han podido saborear la presencia de Dios sólo ocasionalmente, “cuando a Él le agrada, por su santísima gracia”, como decía san Francisco de Sales. San José, en cambio, en virtud de su misión paterna, tuvo este privilegio de forma continuada, beneficiándose incluso del mismo en el taller donde trabajaba, ya que transmitió su oficio a Jesús. El trabajo mismo, por lo tanto, se convirtió en una oportunidad para servir directamente a Dios (que para José era, con María, su prójimo más cercano), para contemplarlo y para crecer en el amor.

Esta profunda contemplación, fomentada precisamente por la absoluta unicidad de la Sagrada Familia, preservó así a san José “del peligro de esa ‘disociación’ que provocan en nosotros las ocupaciones y los cuidados de la vida”, como observó el padre Tarcisio Stramare. Al mantener su mente y su corazón siempre orientados hacia Dios y su voluntad, incluso en su trabajo diario, el esposo de María muestra que no hay tensión entre la vida contemplativa y la activa si ambas tienen el amor como principio y fin. Recordando la distinción de san Agustín entre caritas veritatis y necessitas caritatis, el Papa Wojtyla explicó que “José ha experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el puro amor de contemplación de la Verdad divina que irradiaba de la humanidad de Cristo, como la exigencia del amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio, requerido por la tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad” (RC, 27).

Recordemos que esa humanidad, unida a la naturaleza divina, había sido preparada en el silencio de Nazaret (y en los demás lugares, desde Belén hasta Egipto, donde había vivido la Sagrada Familia), durante 30 largos años, en vista del inicio de la actividad pública de Jesús que culminaría con su Pasión, Muerte y Resurrección. Si la Redención alcanzó su punto culminante en el Calvario, no hay que olvidar que todas las acciones de la vida oculta de Jesús, como enseña el Catecismo, ya eran salvíficas. Y estas acciones tuvieron lugar precisamente bajo la guía paternal de José, a quien se le reveló de manera suprema el conocimiento de aquellos misterios que Dios daría a conocer más tarde a los discípulos (cf. Mt 13,10-17). Como escribió san Bernardo: “El Señor encontró a José según su corazón y le confió con toda certeza el secreto más misterioso y sagrado de su corazón. A él le reveló las oscuridades y los secretos de su sabiduría, concediéndole conocer el misterio desconocido por todos los príncipes de este mundo”.

Para conocer a Dios, fin de la contemplación, entonces dejémonos guiar por san José. Él conoce ciertamente el Camino.