San Expedito por Ermes Dovico
EL CASO CAVANI

Queridos futbolistas, racistas imaginarios

Edinson Cavani, futbolista uruguayo de fama internacional, obligado a defenderse de la infame acusación de racismo por haber agradecido a un amigo con “gracias negrito”, que en español es simplemente un apodo. ¿Qué hay detrás de la militancia antirracista?

Cultura 07_01_2021 Italiano English

Hace unas semanas le tocó el turno a un juez de línea rumano: tachado de racista porque durante un partido de la Champions League había señalado al árbitro al entrenador asistente de un equipo turco, llamándolo “negru” (término que indica “negro” en su idioma, como en muchos idiomas neolatinos) para distinguirlo de otros de tez más clara. Las aclaraciones sobre el hecho de que no había intenciones ofensivas en ese término no sirvieron de nada: se desató todo el circo de los “profesionales del antirracismo” (parafraseando a Leonardo Sciascia) en el mundo del deporte, con declaraciones escandalizadas por la horrible ofensa. El infractor fue inmediatamente expulsado, e incluso Erdogan se involucró para despertar la ira contra la supuesta arrogancia occidental.

En estos días, sin embargo, el papel de chivo expiatorio para celebrar el recurrente ritual de “a por el racista” ha recaído en el pobre Edinson Cavani, futbolista uruguayo entre los más famosos del mundo, actualmente en activo en el Manchester United, y deportista conocido por su comportamiento ejemplar siempre. ¿Cuál ha sido su imperdonable falta? La de responder en Instagram a los cumplidos de un amigo compatriota con la frase “Gracias, negrito”. Una expresión evidente e inequívocamente afectuosa. El acabose: al futbolista ha sido señalado por los habituales “indignados permanentes” por el uso de lo que en el mundo politically correct anglo-céntrico es ahora una “palabra tabú” aunque pertenezca a una cultura completamente diferente y hable un idioma distinto. Y no sólo eso: la asociación inglesa de fútbol ha descalificado rápidamente a Cavani durante tres partidos.

Ahora bien, si en el caso del partido de Copa quienes afirmaron que las intenciones del juez de línea eran irrespetuosas pudieron al menos señalar la tensión entre el banquillo turco y el árbitro durante el partido, nada de eso puede atribuirse al campeón de Manchester. Incluso la Academia de la Lengua Española de Uruguay –no precisamente nueva en el campo lingüístico y cultural- ha intervenido en su defensa y ha acusado con razón a la FA inglesa de total ignorancia de la lengua española y la cultura latinoamericana. Recordando que “las palabras que se refieren al color de la piel, el peso y otras características físicas se utilizan con frecuencia entre los amigos y parientes en América Latina, especialmente en el diminutivo. En ese contexto, son expresiones de ternura y a menudo se utilizan independientemente de la apariencia del sujeto”. Por otro lado, cualquiera que los conozca un poco sabe que los países sudamericanos son sociedades claramente multiétnicas en las que se trata constantemente con individuos de diferente color de piel, y decir que una persona es negra, blanca, mulata o india es como para un europeo nativo decir que alguien es rubio, moreno, castaño, pelirrojo.

Pero hasta ahora parece que las aclaraciones han caído en saco roto. La descalificación de Cavani sigue confirmada. Y es significativo señalar que el propio jugador, aunque obviamente impugna la absurda “sentencia”, ha declarado que quiere respetar el fallo, ha decidido no apelar y ha reiterado que está en contra de “cualquier forma” de racismo. Gestos que forman parte de un rito simbólico de expiación al que cualquiera que sea acusado tiene que someterse, con la cabeza salpicada de cenizas, para evitar que en el futuro esa mancha permanezca en su reputación. La impresión, cuando uno se entera de tales episodios, es la de estar frente a un verdadero teatro del absurdo. En el primer caso y aún más claramente en el segundo, está claro que el problema simplemente no existe. Nadie considera a nadie inferior por el color de su piel, su etnia, su cultura o su religión. Sin embargo, se levantan tormentas de escándalo porque, se dice, hay gente que se ha “ofendido”. ¿Quiénes? Todos aquellos que tienen una pigmentación oscura de la epidermis, parece: que, no sabemos por decisión de quién, no pueden ser designados por nadie más con la palabra que, en las lenguas latinas, expresa el color negro, porque esto equivaldría a una discriminación, aunque esas personas de hecho no sufran ninguna desigualdad.

¿Por qué está ocurriendo esta locura? Y, en particular, ¿por qué asistimos a una inquietante concentración de disputas en torno a “racismos” imaginarios precisamente en el mundo del deporte, y sobre todo en el fútbol, el deporte más popular de las sociedades occidentales? La verdad es que en el deporte estamos asistiendo a uno de los casos más canónicos de afirmación de una ideología: más precisamente, la del relativismo radical “tribalista” contemporáneo con su infalible retórica politically correct hecha de conceptos ambiguos, censura y deslegitimación. Una ideología que, como todas, construye su propia realidad alienada –una visión del mundo pagana y parareligiosa- dividiendo a la humanidad en creyentes e infieles, devotos y herejes/blasfemos, y creando continuamente casos “ejemplares” para predicar, hacer propaganda y disciplinar las mentes a la doctrina. Las grandes organizaciones deportivas nacionales e internacionales forman plenamente parte de la red de instituciones mundiales transnacionales de carácter político, socioeconómico, mediático, cultural y académico, entrelazadas y cimentadas por un pegamento esencialmente ideológico para consolidar el poder de sus elites. Sus dirigentes, en particular en el fútbol, han utilizado con gran astucia un pretexto muy sutil, astutamente montado por los medios de comunicación que les siguen: las tensiones entre los aficionados en los torneos nacionales e internacionales.

Esas tensiones, en las que se descargan los conflictos y las frustraciones sociales de las clases marginales, suelen alimentarse de estereotipos mutuamente ofensivos transmitidos por los grupos “ultra”. Dichos estereotipos han sido catalogados por los directores de la FIFA y la UEFA tout court como expresiones de “racismo”, aunque expresan rivalidades más o menos artificiales que van desde las más locales hasta los “choques entre civilizaciones”. Y sobre esta base, desde hace casi un decenio, se han construido colosales campañas de “publicidad progreso”, apoyadas en testimonios excepcionales obligatorios como los de los campeones más famosos, que predican el juego limpio, la lucha contra la discriminación, el “respeto”, aunque en los campos de fútbol no se esté produciendo ni de lejos una especie de guerra civil mundial. Al revés, todo el mundo puede ver que el fútbol es un ejemplo clásico de un contexto en el que conviven personas de orígenes culturales muy diferentes con un alto grado de armonía y respeto mutuo. Así que los que son bombardeados por esta propaganda apenas entienden de qué están hablando.

Pero las élites ideologizadas se preocupan sobre todo de transmitir la doctrina, el credo, los dogmas sobre los que todos se verán obligados a jurar de ahora en adelante, y que se verán constantemente reforzados, de hecho, por “casos” creados aposta, ocasiones para desencadenar en las multitudes globales de creyentes los regulares “dos minutos de odio” orwellianos contra los desafortunados del momento. En este contexto se pueden entender ceremonias increíbles que se han convertido en una práctica común: como el hecho de que en los campos de la Premier League inglesa, desde la primavera pasada, en cada partido los jugadores tengan que arrodillarse adoptando el gesto hecho famoso por el movimiento Black Lives Matter, adoptando así obligatoriamente para cada equipo y jugador, como gesto simbólico de la esencia misma del deporte, la señal de reconocimiento de un movimiento político de extrema izquierda del extranjero. Y se entienden aún mejor si tenemos en cuenta que la FIFA, bajo la presidencia de Gianni Infantino desde 2016, se ha centrado de forma decisiva en el apoyo de las federaciones de países no europeos –ampliando la Copa del Mundo incluso a 48 equipos- y tampoco pierde ocasión de hacerles un guiño para reforzar su consenso a través del simbolismo antirracista.

Pero eso no es todo. Una vez transmitido el principio de que el deporte está lleno de racistas y que es necesario luchar contra ellos sin descanso, el pretexto original de la violencia en las gradas se deja en un rincón y la doctrina se llena de más contenido, nuevos artículos de fe que hay que transmitir en el “paquete” y que hay que aceptar en bloque. El “racismo” que se debe combatir se convierte no sólo en la “ofensa” contra el color de la piel, un grupo étnico o una cultura, sino también contra la igualdad de “género”, así como -¿podría faltar alguna vez?- hacia la omnipresente “homofobia” que parece ser (quién sabe dónde y cómo) otro terrible flagelo del deporte.

La conclusión es férrea: si juegas al fútbol, trabajas en su esfera o lo sigues como un aficionado tienes que aceptar necesariamente en bloque la narrativa del progresismo relativista políticamente correcto, es decir, estar de acuerdo sin reservas con una visión del mundo multiculturalista, con la agenda feminista y con la agenda LGTB. Bajo pena de marginación, exclusión y ridículo público.