Santa Inés de Montepulciano por Ermes Dovico
Redemptoris Custos/12

La omnipotente intercesión de san José

En el último siglo y medio, el magisterio ha honrado repetidamente el papel de san José en la historia de la salvación, definiendo lo que está implícito en las Sagradas Escrituras y en consonancia con el sensus fidei. No sólo se reconoció al esposo de María (bajo el beato Pío IX) como patrón de la Iglesia, sino que Pío XI también describió su intercesión como “omnipotente”.

Ecclesia 19_11_2021 Italiano English

Desde la proclamación solemne de san José como patrón de la Iglesia hasta la carta apostólica Patris Corde, 150 años después del decreto Quemadmodum Deus, el magisterio ha honrado repetidamente la misión del esposo de María en la historia de la salvación. A veces con una simple mención, otras (como en la Quamquam Pluries de León XIII, la primera encíclica sobre el padre virginal de Jesús, y luego en la exhortación apostólica Redemptoris Custodio de san Juan Pablo II) con una exposición orgánica de las virtudes y privilegios josefinos.

En lo que se refiere específicamente al patrocinio de la Iglesia, es evidente el vínculo que tiene con el rol de san José como jefe de la Sagrada Familia. El beato Pío IX, a través del citado Quemadmodum Deus publicado el 8 de diciembre de 1870 por la Sagrada Congregación de los Ritos, ya propuso el paralelismo (ya realizado por san Bernardo) con el anciano José, hijo de Jacob y elevado a administrador de todos los bienes del faraón. E ilustró brevemente la preeminencia del nuevo José, a quien Dios constituyó como “Señor y Príncipe de su casa y posesión y lo eligió Guardián de sus principales tesoros”, es decir, de Jesús y María.

León XIII, entonces, fue aún más explícito y en la QP se centró en los motivos del patrocinio, aclarando entre otras cosas que “la casa divina, que José gobernó con patria y potestad, fue la cuna de la Iglesia naciente”. Por la elevada dignidad con que fue investido, se deduce que “el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo” (QP).

A la luz de estas verdades, Pío XI pudo enseñar, en 1926, que el título de santo patrón de la Iglesia pertenecía efectivamente a san José desde el comienzo de su misión terrena como cabeza de la Sagrada Familia. También aquí, en resumen, como en otras circunstancias, el magisterio de los papas ha ido definiendo paulatinamente lo que está implícito en las Sagradas Escrituras y en consonancia con el sensus fidei. Se puede apreciar que el solemne reconocimiento del patrocinio de la Iglesia representó una respuesta y un ancla de salvación ante una era de secularización galopante (aún en curso). El mismo Quemadmodum Deus, emitido de cerca por la Presa de Roma, evidenció la urgencia de instituir y encomendarse al poderoso patrocinio de san José “puesto que en estos tiempos tristísimos la misma Iglesia, atacada por todas partes por los enemigos, está tan oprimida de los más graves males, que los hombres impíos pensaron tener finalmente las puertas del Infierno impuestas contra ella”. Y si esto era cierto en 1870, lo es aún más hoy, con la Esposa de Cristo que parece a merced de fuerzas cada vez más abrumadoras y la fe católica, sofocada por el secularismo, no cuenta casi nada en la esfera pública.

Por tanto, con razón, en la última parte del siglo XX, Juan Pablo II señaló que el patrocinio de san José “debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización” en aquellos países en donde el cristianismo primero prosperó y ahora sufre (cfr. RC, 29).

En toda la historia de la devoción a san José podemos ver la obra invisible, pero concreta, de la Providencia. Santos y pecadores empedernidos, altos prelados y fieles sencillos, personas de origen humilde y soberanos han recurrido a su intercesión. Es cierto que no faltan los Padres y Doctores de la Iglesia que han escrito sobre él, pero a menudo ha sido una discusión dispersa. Por ello, un josefólogo como el padre Tarcisio Stramare observó: «Considerando la persistente influencia de la “delirante” literatura apócrifa en la presentación de la figura de san José y que jamás hubo una acción organizada y mucho menos un compromiso teológico que explique un desarrollo tan amplio y persistente de su devoción y del “respeto” que goza entre el pueblo cristiano; se puede considerar, como afirmó Pío IX, que la devoción a san José “se pudo insertar en los fieles de manera celestial”».

Mirando el alcance y el poder de la intercesión de san José, primero podemos considerar lo que enseña santo Tomás de Aquino, a saber, que “los santos están en condiciones de merecer por nosotros, o más bien de ayudarnos debido al mérito anterior, ya que, mientras vivían, meritaron ante Dios que sus oraciones fueran escuchadas después de la muerte”. Cuanto mayor es el mérito obtenido en la Tierra, más eficaz, evidentemente, es la intercesión del santo en el Cielo: de ello se deduce que ninguna criatura, excepto María Santísima, es en grado de impetrar al igual que san José, cuyo patrocinio se extiende sobre todas las necesidades. Nos lo recuerda, en medio de tantos, su devota más célebre, santa Teresa de Ávila, quien en su Vida narra las gracias extraordinarias - materiales y espirituales - recibidas por haber invocado a san José, sin quedar jamás irrealizable. De hecho, testimoniando cómo el glorioso patriarca la guio siempre según la voluntad de Dios, la gran reformadora del Carmelo precisa: “Si mi petición se aparta un poco del recto camino, él la endereza para mi mayor bien”.

Después de todo, lo que Teresa de Ávila y otros innumerables santos y devotos experimentaron tuvo, por así decirlo, un “sello” pontificio. Hablando con un grupo de esposos, el 19 de marzo de 1938, Pío XI explicó que junto con la “intercesión omnipotente” tradicional y justamente reconocida a la Madre de Dios, a quien el Hijo no puede negar nada, debemos reconocer igualmente la de san José quien “es la intercesión del esposo, del padre putativo, del jefe de la casa de la familia de Nazaret”. El papa Ratti prosigue: “(...) por tanto, esta intercesión no puede dejar de ser omnipotente, porque ¿qué pueden negarle a él (a san José) Jesús y María a quienes literalmente consagró toda su vida, y que realmente le deben los medios de su existencia terrena?”.

Recurramos entonces a este medio seguro de salvación eterna, en la certeza de que la devoción por José aumenta el amor por María, que a su vez es el camino más directo hacia Jesús. Para ponernos bajo la protección del jefe de la Sagrada Familia, una buena forma es recitar la oración - A ti, bendito José - que nos ha dejado León XIII. Se puede rezar después del Rosario o incluso sola. San José no dejará de ayudarnos “en esta lucha contra el poder de las tinieblas”, ayudándonos a “vivir virtuosamente, morir piadosamente y alcanzar la bienaventuranza eterna en el cielo. Que así sea”.