Jueves Santo por Ermes Dovico
VATICANO

La bofetada pontificia, el precio de la secularización del papado

La bofetada papal en la mano de la peregrina ha abierto el año 2020. Se ha disculpado, pero el episodio revela su temperamento y confirma los rumores sobre su rápida manera de actuar. Esto lo hace humano, pero la insistente mediatización está generando un papado más horizontal. ¿Realmente necesitamos esta secularización?

Ecclesia 03_01_2020 Italiano

Entre todos los memes que han circulado estos días en Italia sobre la bofetada del Papa a la peregrina asiática, el más simpático es sin ninguna duda el que hace el verso a Mario Brega: “Sta mano po’ esse fero e po’ esse piuma. Oggi è stata fero” (Esta mano puede ser un poco de hierro y un poco como una pluma. Hoy ha sido de hierro). O la de un aturdido Kim Jong Il, preparado para empezar una guerra, preguntándose: "¿Quién ha abofeteado a mi tía?".

Es cierto que ha pedido disculpas y ha admitido que a veces pierde la paciencia. Pero curiosamente lo ha hecho justo el mismo día en que en su sermón decía que "la violencia contra las mujeres es una profanación de Dios".

Los partidarios de uno y otro bando se han hecho sentir: los hay que le reprochan las muchas y hermosas palabras sobre la misericordia y los que, en cambio, siguen extasiados con su humanidad. Está bien. Tenemos un Papa al que le supera su temperamento. Y lo admite. Viva la honestidad. No debería ser un escándalo, sigue siendo un hombre y, sin embargo, el episodio deja mal sabor de boca porque se ha intentado equilibrar su gesto con la rudeza de una mujer que, en cambio, simplemente quería decirle algo al Papa aunque fuera por un momento, no atacarlo obviamente.

Sin embargo, nadie se ha dado cuenta de que esa mujer (ha circulado el rumor de que era china y que había hecho un llamamiento a Bergoglio sobre los cristianos perseguidos en Pekín) justo antes de agarrar al Papa, a diferencia de todos los demás, se había hecho la señal de la cruz. Por lo tanto, el suyo no era un gesto de alguien que quiere tocar una estrella de rock, sino que es más bien el de la hemorroísa del Evangelio. Por otro lado, recorrer diez mil kilómetros en avión para ir a Roma y encontrarse cara a cara con el Papa... ¿A quién no se le escaparía la mano?

El punto, en todo caso, sería que la seguridad ha sido deficiente y no estaba preparada para entender lo que estaba sucediendo.

Tanto el episodio en sí mismo como las excusas cristalizan una característica fundamental de este pontificado: el excesivo contacto físico que el mismo Bergoglio busca y ha buscado, puede revelarse también como un boomerang cuando el Papa, que sigue siendo un hombre, no está dispuesto a conceder confianza. Depende un poco de la suerte y un poco del humor: a algunos les coge el mate para beberlo o les acepta un Rosario que le ha caído en la oreja, a otros les va peor: hay quien ha visto cómo le negaba la posibilidad de besar el anillo y hay quien se ha encontrado con una desagradable reacción como la que vimos en directo en todo el mundo. Humano, por el amor de Dios.

De hecho, quizás incluso demasiado humano. Hasta el punto que uno se pregunta qué sentido tiene toda esta exposición mediática de un pontífice que quiere a toda costa mostrarse como alguien cercano a la gente, si en su lugar a veces salen a la luz los aspectos más complicados del carácter. Hace tiempo las bromas sobre el Papa se contaban con los dedos de la mano, hoy asistimos a un agotante escarnio social que, además de arrancar unas risas, contribuye a hacer más humano el papado, ciertamente, pero quizás por esto mismo a hacerlo menos vertical y menos "divino".

Sin ningún género de dudas ese gesto revela el temperamento de Bergoglio, decidido y enérgico en sus modales, y confirma, aunque sea algo de insignificancia trivial comparada con los problemas de la Iglesia de hoy, cuáles son los rumores y los comentarios indiscretos sobre su comportamiento con aquellos cardenales y obispos a los que no tiene especial simpatía o con los que trabaja en la curia. Los episodios que se relatan confirman precisamente este temperamento, llamémoslo así, enérgico. Pero mientras las cosas permanezcan en la privacidad de las estancias sagradas se podrían descartar todos estos sucesos despachándolos como literatura de apéndice y tema para los historiadores de segunda clase.

El problema llega cuando esto acontece en directo en la televisión. Esa televisión en directo que, en lo que respecta al Papa, se ha convertido en una presencia apremiante, asfixiante, omnipresente. Y, a la larga, una presencia que da por sentada en esa ostentación de una normalidad artificial, entre una visita al oftalmólogo y una visita a un colegio de Roma.

¿Es realmente necesario dar a conocer la vida pública del Papa en directo como si fuera El Show de Truman? Hasta la primera parte del siglo pasado los católicos del mundo no tenían ni siquiera el privilegio de ver cómo era el Papa, pero sabían que estaba allí y que gobernaba la Iglesia. Hoy, sin embargo, parece que si no tenemos un tweet del sucesor de Pedro, una transmisión suya en directo, una foto de él en las agencias, un comentario sobre esto o aquello, la Iglesia no tiene guía.

El gesto de la otra noche es, por tanto, el resultado de la excesiva mediatización y del efecto de simpatía que se ha querido transmitir a toda costa con este pontificado y que a la larga, sin embargo, deja ver las pequeñas imperfecciones de nuestra humanidad. Es verdad que no es el fin del mundo, pero contribuye a que se pierda ese interés que un Papa debería generar. Al insistir tanto en el rostro humano del pontificado, dejando de lado esa aura de misterio divino, se corre el riesgo de secularizar su figura y impregnar de humanidad incluso lo tiene que ver con el papel del Papa. El precio a pagar puede ser humanamente decepcionante.

Pregunta: ¿es posible detenerse y frenar esta carrera para secularizar el misterio de un hombre que ha sido llamado a cargar sobre sus hombros el peso de Dios como nadie en esta tierra? 

A los cardenales que finalmente le escuchan en su primer discurso como Pontífice, el Pío XIII de la película The Young Pope de Sorrentino, les dice que "tenemos que volver a ser prohibidos. Inaccesibles y misteriosos. Sólo entonces volveremos a ser objeto de deseo. Sólo así nacen las grandes historias de amor, y yo no quiero creyentes de media jornada, quiero grandes historias de amor".

Y justo antes, a la experta de marketing que le mostraba los platos a autorizar con la cara del nuevo pontífice, el Papa Belardo, mostrándole un plato blanco, le dice que "este es el único merchandising que puedo autorizar. Sin ninguna imagen de mí, porque no soy nadie. Nadie. Sólo existe Cristo". Es cine, pero ¿quién dijo que no podía funcionar?