Jueves Santo por Ermes Dovico
IGLESIA

Hollerich y la homosexualidad: Los errores del cardenal

En una entrevista con la agencia de noticias KNA, Hollerich ha realizado varias declaraciones sobre la homosexualidad esperando un cambio de doctrina. Pero el cardenal se equivoca. Olvida que la enseñanza de la Iglesia se basa en la moral natural y que hay plena coincidencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento a la hora de juzgar negativamente la condición y los actos homosexuales.

Ecclesia 08_02_2022 Italiano English

Hace unas semanas, 125 empleados de diversas organizaciones católicas “salieron del armario” en Alemania. El cardenal Jean Claude Hollerich, presidente de la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (Comece) y relator general del Sínodo de los Obispos, ha hablado sobre el tema de la homosexualidad en una entrevista con la agencia de noticias alemana KNA. El prelado ha dicho: “Creo que la base sociológica-científica de esta enseñanza ya no es correcta”. El cardenal se equivoca. El fundamento de la condena de la Iglesia católica a la homosexualidad y a los actos homosexuales no se encuentra en las ciencias empíricas y en la sociología, sino en la moral y, en particular, en la moral natural.

¿Por qué afirma la Iglesia que la homosexualidad y, por tanto, la conducta homosexual son intrínsecamente desordenadas? La homosexualidad es una condición moralmente desordenada porque es contraria a la naturaleza racional del hombre. La naturaleza, en su sentido metafísico, significa un conjunto de inclinaciones que tienden a su fin. La persona humana se siente inclinada/atraída a buscar a una persona del sexo opuesto. Se podría argumentar que también existe una inclinación homosexual natural. La respuesta a la objeción se basa en el principio de proporción: una inclinación es natural si la persona está en posesión de los medios necesarios para satisfacer los fines a los que esta inclinación tiende. El fin debe ser proporcional a las facultades del hombre. Por ejemplo, podemos decir que el conocimiento es un fin natural porque el hombre está dotado del instrumento del intelecto adecuado para satisfacer este fin. Por lo tanto, si una persona persigue un fin que es imposible de satisfacer no por meras circunstancias externas, sino porque está naturalmente privada de los instrumentos adecuados para satisfacerlo, este fin no sería un fin natural y estaría actuando en contra de la naturaleza racional del hombre.

Dado que la homosexualidad es una atracción hacia personas del mismo sexo, esta atracción, para encontrar su perfecta realización, debe conducir a la relación carnal. Los objetivos del coito –tanto el procreativo como el unitivo- no pueden ser cumplidos por el coito carnal homosexual: el instrumento no es adecuado para el fin. Y, como explica el Aquinate, “todo lo que hace que una acción sea inadecuada para el fin previsto por la naturaleza debe definirse como contrario a la ley natural” (Summa Theologiae, Supp. 65, a. 1 c), es decir, contrario a la naturaleza racional del hombre. La relación genital de tipo homosexual es incapaz de satisfacer el fin natural de la procreación y la unión. Por lo tanto, es contradictorio decir que la homosexualidad es conforme a la naturaleza cuando es incapaz de satisfacer los fines naturales de la relación sexual.

El contraargumento que se suele hacer a esta reflexión es el siguiente: muchas parejas heterosexuales también son estériles o infértiles. Pero las razones de la infertilidad son diametralmente opuestas: la relación homosexual es fisiológicamente infértil, la relación heterosexual estéril es patológicamente infértil; la primera por su naturaleza es infértil, la segunda por su naturaleza es fértil; la primera por necesidad, es decir, siempre y en cualquier caso, es infértil (la relación homosexual sólo puede ser infértil), la segunda sólo posiblemente (la relación sexual heterosexual puede ser infértil); la primera es normal que sea infértil, la segunda no es normal que sea infértil.

Otra razón para afirmar que la homosexualidad es contraria a la moral natural es la complementariedad del amor. Física y psicológicamente, el hombre y la mujer son complementarios porque son diferentes (la diversidad de los genitales externos del hombre y de la mujer es una prueba plástica de esta complementariedad: uno tiene una conformación anatómica adecuada para encontrarse con el otro). En efecto, uno no puede encontrar su propia culminación en lo que es igual (homo) a uno mismo. La complementariedad requiere la diferencia (hetero).

Volviendo al cardenal Hollerich, éste añadió en la entrevista que “la forma en que el Papa se ha expresado en el pasado [sobre la homosexualidad] puede llevar a un cambio de doctrina. […] Creo que ha llegado el momento de una revisión fundamental de la doctrina”. La doctrina que hay que cambiar sería la contenida en: Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2357-2358; Congregación para la Doctrina de la Fe, Persona humana, núm. 8; Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, núm. 3; Algunas consideraciones sobre la respuesta a la propuesta de legislación sobre la no discriminación de las personas homosexuales, núm. 10; Consideraciones sobre los planes para el reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, núm. 4. Pero la doctrina que el cardenal quiere modificar debe ser considerada como definitiva e irreformable. Por lo tanto, es inútil pedir que se cambie lo que nunca se puede cambiar.

Evidentemente se insiste en la doctrina para cambiar la pastoral, que entonces estará en disonancia con la doctrina. De hecho, por poner un ejemplo entre mil, el cardenal Reinhard Marx, en una rueda de prensa hace unos días, afirmó que si una persona declara públicamente su homosexualidad, esto no debería representar “un límite a su capacidad para ser sacerdote. Ésta es mi posición y tenemos que defenderla”. Esta puede ser la posición del cardenal Marx, pero no es la posición de la Iglesia. Una instrucción de 2005 de la Congregación para la Educación Católica afirma que “si un candidato practica la homosexualidad o muestra tendencias homosexuales profundamente arraigadas, tanto su director espiritual como su confesor tienen el deber de disuadirle en conciencia de proceder a la ordenación” y que “sería gravemente deshonesto que un candidato ocultara su homosexualidad para proceder, a pesar de todo, a la ordenación”. Encontramos los mismos principios en un documento de 2016 de la Congregación para el Clero sobre la formación de los sacerdotes.

El cardenal Hollerich continua así: “Lo que se condenaba en el pasado era la sodomía. En aquella época [¿qué época?] se pensaba que todo el niño estaba contenido en el esperma del hombre. Y esto se trasladó simplemente a los hombres homosexuales”. Creemos que el cardenal se refiere, aunque de forma muy imprecisa, a la teoría medieval que sobrevivió hasta la evolución de los conocimientos científicos, según la cual el principio activo de la persona (el alma vegetativa que luego se convertiría en sensorial y finalmente en racional) estaba contenido en el semen masculino y en cambio el gameto femenino ofrecía sólo el principio pasivo, es decir, sólo la mera materia biológica (cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 118, a. 1, ad 4). El razonamiento del prelado parece, pues, ser el siguiente: como antes se pensaba que el principio activo –que para el cardenal es erróneamente “el hijo completo” en el sentido “espiritual”- estaba sólo en el semen masculino, entonces ese principio activo, en las relaciones homosexuales, se transfería de varón a varón, pero eso significaba que esa relación nunca tendría la posibilidad de generar un hijo de carne y hueso porque le faltaba el principio pasivo/material que le daba el gameto femenino. Sin embargo, hoy sabemos que no es la semilla masculina la que contiene el alma del niño que ha de nacer, sino que es el encuentro entre los dos gametos, el masculino y el femenino, el que concibe al ser humano, y donde hay un ser humano, hay una persona.

En definitiva, parece que el cardenal Hollerich quiere tranquilizarnos diciéndonos que no se “pierde” ningún niño en las relaciones homosexuales, ya que la ciencia nos ha dicho que los espermatozoides no contienen ciertamente un alma personal. La Iglesia pensaba así porque aún no existía la embriología, pero hoy, con los conocimientos científicos actuales, la Iglesia debería cambiar su opinión. Respondemos que la condena de la Iglesia a la homosexualidad, tanto en la actualidad como en la Edad Media, no se basa ni se basaba en el pensamiento articulado por el cardenal (también porque, si hubiera sido así, los actos homosexuales de las lesbianas se habrían considerado lícitos, ya que en este caso no se “perdía” ningún niño), sino más bien por las razones mencionadas anteriormente.

Hollerich continúa: “No hay homosexualidad en el Nuevo Testamento. Sólo se mencionan los actos homosexuales, que en parte eran actos rituales paganos. Esto estaba, por supuesto, prohibido”. Suponiendo que fuera cierto lo de que “no hay homosexualidad en el Nuevo Testamento”, ¿qué significa esto? ¿Que el Antiguo Testamento, en el que se condena muchas veces la homosexualidad y los actos relacionados con ella, vale menos que el Nuevo? ¿Piensa el cardenal que lo que viene después, por el simple hecho de serlo, vale más? ¿Es el Nuevo Testamento, en tanto que nuevo testamento, más fiable, más eficaz?

Y además, en cuanto a que el Nuevo Testamento sólo condena los actos homosexuales pero no la homosexualidad, no es cierto. San Pablo escribe: “igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros” (Rom 1,27). El término “deseo”, que en otras traducciones encontramos como “pasión” o “lujuria”, expresa plena y perfectamente la atracción homosexual, es decir, la orientación homosexual que, si es constante, se convierte en una condición que es un estatus diferente de la conducta homosexual que le sigue. Además, parece que para el alto prelado sólo son un problema los actos, no la condición. Pero las cosas no son así. También se puede hacer un juicio moral en relación con las condiciones: piénsese en el estado de pecado mortal, en el vicio que es un hábito, en la condición de divorciado (el juicio en este caso es negativo si la persona ha decidido divorciarse, no si ha sufrido el divorcio). Además, dado que los actos homosexuales son consecuencia de una condición homosexual, ¿cómo podría censurarse lo primero sin censurar lo segundo? Sólo si la condición es desordenada puede producir actos desordenados, y por lo tanto los actos desordenados sólo pueden ser causados por una condición desordenada.

Por último, parece que, siempre según el cardenal Hollerich, los actos homosexuales en el Nuevo Testamento sólo se condenaban cuando representaban actos de culto pagano. Pero incluso esta vez el cardenal se equivoca. Basta con leer a san Pablo (Rom 1,24-28; Rom 1,32; 1 Cor 6; 1 Cor 9-10; 1 Tim 1,10) para darse cuenta de que el juicio negativo del Apóstol se refería a la homosexualidad como tal y a los actos homosexuales como tales.